martes, 17 de julio de 2007

II.

Respiró profundo, de nuevo el eco del aire entrando en su cuerpo le apretó la garganta, trató de apagar un gemido inesperado como queriendo evitar que algo salga de su estómago. Cerró los ojos e imaginó la noche, estrellas, luces de la ciudad, sonidos frenéticos e inhumanos; sonrió. Apretaba con fuerza los párpados esperando encontrar lo mismo alrededor, la luz era tan fuerte que penetraba la piel, los ojos se abrieron y encontraron lo que tanto temía, lo que había encontrado en el parpadeo anterior y en uno antes que aquel y dos horas atrás y tantos años antes.

La cúpula de vidrio era blanca, bien lustrada, dejaba pasar luz pero ni una sola silueta a través de su materia, sólo dejaba ver su reflejo, tan ridículo para ella. Observó cada rasgo cada minuto, excepto en las milagrosas horas de sueño en las que no había nada (las imágenes del subconsciente habían dejado de pintarse en la oscuridad mucho tiempo atrás), pero en las que olvidaba su propia absurda presencia.

Observaba sin voluntad su rostro, no entendía cómo era posible que sus rasgos de niña no hayan cambiado en tantos años, que su cuello continúe liso y sus pechos firmes, sus manos blancas y sin manchas más que aquellas que su madre le había regalado al nacer. Se vio perfecta como siempre, horriblemente perfecta, horriblemente igual. Sin embargo, un sentido amigo le dejaba saber que el tiempo aún existía; al tocar la piel de sus labios sentía las hendiduras profundas y las vellosidades inevitables de la vejez. Sus ojos se habían hecho tan pequeños, las pestañas desaparecían poco a poco, los dedos, rozando suavemente una yema y luego otra sobre la de al lado, reconocían los huesos débiles y la piel seca y delgada de quien ha vivido largo.

Aún no había logrado entender cómo su reflejo continuaba voluptuoso y adolescente mientras ella se tocaba anciana y pequeña.

De nuevo debió respirar, de nuevo el eco del aire entrando en su cuerpo le apretó la garganta. Cómo dolía cada inspiración, cada impulso más de vida. Pensaba constantemente en lo placentero de saber que es el que sigue el último suspiro. Pero no, a ella no se le permitiría morir, ni siquiera tenía alguna herramienta cómplice para dejar el cuerpo incapaz de dejar ese otro encierro, ese más grande encierro. Tenía sus manos, mas la fuerza había desaparecido, o quizás eso quería creer ella para evitar enfrentarse a sí misma.

Vivía así, día tras día sin hacer más que respirar y observarse en el vidrio bien lustrado, sin saber lo qué había afuera ni lo que llevaba dentro, soportando el doloroso estar ahí. El miedo la carcomía pero no lo suficiente como para matarla, el miedo a romper esa placenta dura pero posiblemente frágil. Nunca lo había intentado. La cúpula es de vidrio se repetía y sin embargo no era capaz de cortarse los puños traspasándola.

Siguió así, adolorida por continuar respirando, adolorida por tener pavor de ver más allá de su imagen perfecta en el reflejo porfiado.

Un amanecer o un atardecer, o quizás ninguno pues no sabía si los amaneceres y atardeceres seguían existiendo, se despertó por un suspiro. Por primera vez el aire no apretó su garganta al penetrarla. Se levantó del suelo brillante y blanco y observó su rostro joven. Avanzó decidida, en línea recta, hacia la pared que ahora se veía más frágil, no lo era, pero su mirada se había tornado más dura. Se encontró con su reflejo, le acarició el rostro liso y las palmas de las manos claras, acercó su cuerpo, luego se hizo un poco hacía atrás, con fuerza, con los ojos cerrados imaginando la noche, estrellas, luces de la ciudad y sonidos frenéticos e inhumanos, se lanzó contra el vidrio de frente. Un agudo sonido ensordecedor de cristal quebrándose invadió sus oídos, la cúpula, lentamente, se despedazó. Sus ojos continuaban cerrados; sintió la sangre corriendo por su frente y bajando hasta su boca, la saboreó y sonrió ampliamente.

Separó los párpados, miró por la ventana a través de la cortina entreabierta, el cielo estaba nublado, pero la oscuridad bailaba agitada. Se destapó lentamente, intentando no despertarlo, se sentó con dificultad, sus frágiles pies calzaron los zapatones verdes que usaba desde joven, salió de su cuarto, salió de su casa, salió de su patio, salió de su encierro y se enfrentó, ahora libre y vieja, a la tiniebla escandalosa de la ciudad que había imaginado en cada parpadeo.