miércoles, 14 de noviembre de 2007

Diálogo ilustrado

Como todos los días, ya estaba entrada la noche cuando Maximilen salía del juzgado. Ese día hacía más frío que de costumbre, pero él no reaccionó. Siempre vestido de la misma manera, el clima le daba lo mismo, ni siquiera la peor de las nevadas le cambiaba la expresión impávida del rostro. Caminó hacia su auto y en veintitrés minutos llegó a casa. Justo a tiempo, siempre eran veintitrés minutos.

Al abrir la puerta, sin prender la luz, colgó su gabardina en la percha y caminó los diez pasos de costumbre hasta el sillón. Se sentó, prendió la lamparita de lectura que tenía a la derecha, cogió el libro que nunca abandonaba su lugar, se sirvió una copa de vino tinto, metió su nariz en la copa, cerró los ojos, aspiró profundamente y se acomodó para leer.

Ese libro viejo lo acompañaba todas las noches. Se trataba de Di Oficiis, de Cicerón, y era uno de sus tesoros más preciados. Ni siquiera él se acordaba desde cuándo lo tenía, sólo se le acercaban a la mente imágenes de un Maximilien muy joven, casi un niño, una librería de viejo, y una hermosa tapa roja con letras doradas. Desde aquella vez leía un fragmento todos los días, se quedaba concentrado en dos palabras, o, si estaba de humor, lo releía entero. Era una copia en griego que tenía una traducción en francés al anverso de cada página. Si bien él lo conocía de memoria, siempre acudía a ésta, quizás porque pensaba que el francés era indescriptiblemente hermoso y no se perdía la oportunidad de saborear el idioma.

Luego de terminar un par de capítulos y la copa de vino, se levantó. Apagó la luz, caminó los cinco pasos necesarios para llegar a la escalera, subió los ocho escalones, dio tres pasos a la derecha, abrió la puerta del baño y encendió la luz. Apagó la luz, salió del baño, cuatro pasos a la izquierda, entró en el cuarto, dos pasos hasta la cama, y de nuevo una lamparita de lectura.

Se metió en la cama y pensó en su día. Su fallo en el caso del joven que asesinó a su tío había sido perfecto. Era lógico que él fuera el culpable, las horas y los movimientos cuadraban exactamente, no había opción para el error. Maximilien estaba muy orgulloso de su labor, muy seguro de que siempre tuvo la razón en los juicios que debió preceder. Tenía la convicción de que, mientras los asuntos se manejaran de manera lógica y razonable, sus decisiones nunca fallarían. Se consideraba tremendamente justo pues estaba seguro de llevar la verdad implícita en él. Nunca se había equivocado, eso era obvio.

Todos los días la rutina era la misma. Se despertaba a las seis de la mañana, desayunaba café con dos tostadas, constataba cuán prolijo estaba en el espejo de la sala, salía hacia el juzgado a las siete y treinta y siete de la mañana para llegar a las ocho, ejecutaba la sentencia de la jornada y de vuelta a casa, en veintitrés minutos, a leer su libro rojo, felicitarse a sí mismo y dormir.

Nunca dejaba nada al azar en su vida. El azar no existía, la mente era capaz de entenderlo todo, y si bien esto era cualidad sólo de algunos hombres, todos se beneficiaban. Él les indicaba la verdad, el camino para sanear sus errores. Esa era, definitivamente, su labor.

El día siguiente transcurría como siempre, sin sorpresas ni casualidades. Maximilien estudiaba concentrado unos documentos en su gran oficina. La decoración del lugar era contradictoria con su carácter austero. Un escritorio enorme y antiguo se imponía en medio del espacio y el sillón donde se sentaba estaba forrado de terciopelo color sangre. Sobre la mesa descansaban las plumas con las que escribía, los bolígrafos eran demasiado ordinarios para tal personalidad. En frente, extendiéndose a través de toda la pared y sobre el dintel de la puerta, un gran estante. Varias enciclopedias y textos que parecían tener mil páginas lo llenaban. El buró era escalofriantemente intimidante.

De repente la puerta se abrió de un golpe y a trasluz se irguió la figura delgada de un hombre. Se quedó inmóvil por unos segundos, suficientes para que Maximilien saque una conclusión razonable para lo que estaba pasando. El hombre avanzó unos pasos en silencio, con la cabeza gacha. Se paró frente al escritorio y, con un golpe, apoyó ambas manos en éste. Maximlien, de pie, tratando de ser razonable, lo invitaba a salir. El sujeto parecía estar sordo. Se quedó quieto mirando hacia la madera vieja de la mesa y luego levantó la sien. Miró al juez con una expresión extraña, desconocida, sus ojos reflejaban una mezcla de súplica y rencor, lo desafiaban y le temían al mismo tiempo.

El momento pareció ser eterno. Maximilien daba vueltas a sus neuronas y se sujetaba de miles de posibles explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Por primera vez se sentía inseguro, por primera vez, el control no le pertenecía.

El hombre, cuyo aspecto se veía ya nítidamente, parecía un vagabundo. Tenía la barba crecida, los cabellos largos y un poco grises, y la ropa vieja y maltratada. Su boca se abrió pero no salió palabra. Golpeó de nuevo el escritorio. Se quedó en silencio por uno segundos más y luego levantó el dedo apuntando al juez inquisitivamente.

- Usted me metió allí, usted me dejó sin luz, sin familia, sin vida…

Se apoyó sobre la madera y en tono cansado y atragantándose con las lágrimas prosiguió.

- Inhumano, desgraciado. ¿No pudo escucharme verdad? No quiso. Usted era demasiado como para mis explicaciones vacías. Eso dijo sin ni siquiera mirarme… Usted, señor juez, le quitó treinta años de existencia a un hombre inocente.

Maximilien se quedó mudo, temblaba confundido frente al hombre que jadeaba de manera exasperante. Después de un rato logró juntar las letras en su boca y le dijo con voz pasiva.

- Debe usted estar equivocado señor. Lo que me dice es imposible. Yo jamás he cometido un error al sentenciar a alguien. Por favor, retírese y cierre la puerta al salir.

El hombre, incrédulo ante su reacción, se tomó una mecha de pelo con las manos y la jaló gritando.

- Está usted loco. Por favor, abandone mi oficina- se sobresaltó Maximilien

- Me veré obligado a llamar a seguridad.

El sujeto dejó de gritar y le preguntó irónico si en realidad creía que más años de cárcel lo asustaban- Pero si usted ya me quitó la vida, ya no tengo miedo a nada. Sólo quiero que sepa que es un asesino. No me disparó balas de pólvora, sino de indiferencia. Esas matan más, matan hasta el alma. Por usted estoy condenado a ser nadie en el mundo. Usted es más culpable que cualquiera de sus prisioneros.

El hombre dejó caer de nuevo la cabeza, se dio la vuelta y salió abriéndose paso entre la pared y la secretaria que, paralizada, observaba la escena.

Maximilien se quedó quieto, de pie, sin entender qué era lo que estaba sintiendo. Se trató de consolar a sí mismo explicándose lo ocurrido, pero todo le parecía absurdo. No creía en nada de lo que pensaba. Por primera vez, sentía.

Desesperado por no encontrar la paz en la lógica, salió aturdido a la calle. Se dirigió en paso apresurado hacia su casa olvidando el auto en el estacionamiento del tribunal. Llegó en dos horas que parecieron dos minutos, sin que esa sensación incapacitante desapareciera.

Entró dejando tras de sí la puerta abierta. Se sintió en un lugar desconocido, nunca había llegado a casa estando aún claro el día. Caminó hacia su sillón de siempre y atorado por algo, que pensó podría ser lo que la gente llamaba impotencia, se tiró de espaldas en él. Permaneció un momento así para luego doblarse de tal manera que su pecho se juntara contra sus muslos. Se dio cuenta de esto. Era raro estar conciente de su cuerpo. Apoyó su cara en las dos manos cubriéndose los ojos y pretendió olvidarlo todo. El intento fue tan agotador que se quedó dormido.

Despertó unas horas más tarde con el cuerpo entumecido. Ya era de noche y la habitación estaba sombría, excepto en el área del sillón. Una luz argentina traspasaba el vidrio de la ventana y se proyectaba sobre él.

Ya con los ojos abiertos, se quedó en la misma posición en la que había dormido. No tenía idea de qué hora ni qué día eran, sintió miedo. Poco a poco levantó la cabeza. La sensación que lo atormentaba seguía ahí, más latente aún. Al izar el rostro se encontró con su reflejo, difuso, en el espejo de la sala. Estaba a unos dos metros de él. Maximilien temió por un momento que alguien más estuviera allí y miró a su alrededor. Nada. El espejo lo atrajo como un magneto al metal. Su mirada se volvió a clavar en su reflejo. Observó esa imagen fría, patética y sintió que se atragantaba, que algo enorme se había atascado en su garganta. Un gemido fuerte le salió de la boca sin que él lo quisiera. Lo prosiguió un llanto desgarrador, con gritos y lágrimas insostenibles. En ningún momento despegó la vista del espejo. Vio como sus ojos se hinchaban, sus pómulos brillaban y sus gestos se desfiguraban. Adquiría, a medida que lloraba, los rasgos de otra persona, alguien muy parecido, pero ajeno a él.

Dejó de gemir y entre sollozos preguntó:

- ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?

Para su asombro, el reflejo le respondió.

- No pasa mucho, te diste cuenta de que el ser humano comete errores. Eso es todo.

- ¡No! Eso es imposible. Yo nunca… yo no me equivoco… no… yo.

- Fallas, estás lleno de fallas.

- No. Yo sé la verdad y la verdad es que la perfección sí existe y la he alcanzado.

- Mataste en vida a un hombre. No dejaste que hiciera lo que debió hacer en el mundo. Existir.

- Ese hombre era un asesino

- Deja de engañarte. Sabes bien que no lo era.

- Pero las horas, el lugar… tenía que ser… sí… es.

El reflejó lanzó una carcajada irónica. Parecía disfrutar de la incertidumbre que embargaba a Maximilien.

- Yo debía enseñarle que los errores se pagan. Era mi deber… el mató… la cárcel… es lógico.

- No. No es tu labor enseñar nada a nadie. No tienes ninguna labor. Eres tan poco como lo es él.

- Es imposible. Yo sé que él era culpable.

- Nada de lo que sabes es cierto.

- Mentira- gritó presionando por los lados su cráneo. Se tapó los oídos pero la voz no perdió su intensidad.

- Cometiste un error con ese hombre, como has cometido muchos.

- No

- Mírate. Tu más grande error. Estás solo.

- Yo escogí estar solo.

- Mentira. Tú sabes eso mejor que nadie. Es una mentira. No hay nadie contigo porque así es más fácil engañarte, dejarte drogar por tus ideas absurdas.

- Pero yo siempre supe la verdad, no me convencí de nada. Soy perfecto.

- Alguien podría haber hecho contigo lo mismo que tú hiciste con aquel hombre y quitarte la vida.

- Es ilógico. Imposible. Nadie podría hacerme eso. Todos me necesitan, yo los guío.

Sonriendo el reflejo – Nadie te necesita, ni siquiera yo. Mañana dejarás el mundo y todo habrá terminado. Nadie necesita a nadie excepto a sí mismo. La única persona sobre la que no puedes mandar eres tú.

El silencio que se produjo embriagó el lugar. Maximilien estaba mareado. Luego de estar callado unos minutos murmuró:

- De niño… Jugaba… quería ser pescador.

- De niño fuiste pescador. Fuiste muchas cosas. Fuiste.

- Ahora soy.

- No

- ¿No?

- No

- ¡Ahora recuerdo!!! El libro rojo, entré a aquella librería para mirar más de cerca a esa mujer.

- La de los pechos grandes.

- Sí, tenía los labios rojos. Yo no quería el libro. Fue el que más me llamó la atención y lo compré para poder hablarle, para que me tocara la mano.

- Te obligaste a olvidar eso.

- Yo no quise…

- Era más fácil creer que el mundo es tuyo, la humanidad un títere y tú el titiritero.

- ¿Cómo lo olvidé?

- Preferiste la seguridad de las horas, los minutos, los números, los hechos. Te perdiste en tu mundo de afirmaciones.

En ese momento Maximilien dejó de llorar, se secó el rostro con el puño de su camisa y se quedó atento observando su reflejo.

- Ese hombre era inocente. Yo lo maté. Cometí un error.

-…

- Alguien me puede matar a mí.

- Así es. No eres perfecto, eres uno más ante la vida y uno más ante la muerte, pero también eres único.

- ¿Único?

- En tu imperfección, único.

- ¿Y la verdad?

- No existe o existe siempre. Tú eliges… Puedes tenerla sabiendo que es propiedad de todos.

- Prefiero que no exista a que no sea sólo mía.

Se levantó, lentamente se dirigió hacia el espejo, se detuvo a casi un metro. La luz del amanecer empezaba a meterse por las ventanas y la puerta que había permanecido abierta.

El reflejo se hacía cada vez más nítido. Maximilien, sin embargo, aún no se atrevía a acercarse completamente a él. Dio un par más de pasos.

- ¿Quién eres?

- Soy yo, soy tú y no soy nadie.

- ¿Y yo?

El reflejo no contestó. Tomó todos los colores que la luz, ya clara y amarillenta del mediodía le permitía. Maximilien se sintió menos inseguro.

- ¿Importo?- preguntó dubitativo.

- Sólo para ti- Afirmo la voz del espejo- Un día dejarás de importar.

- ¿Me recordarán?

- No

- ¿Ni siquiera por haber juzgado mal a un hombre?

- Ni siquiera.

- Entonces puedo errar.

- Puedes.

- Tengo miedo.

- Debes tenerlo.

- Algún día seré nadie como ese hombre es nadie hoy.

- Serás nadie.

La expresión del rostro de Maximilien se relajó. Lágrimas, muchas, volvieron a brotar, pero ya no saltaban estruendosas, más bien, lavaban.

Empujó con fuerza su pierna, se obligó a acercarse más. Se paró en frente, contempló al reflejo que le sonreía apaciblemente, levantó la mano derecha mientras aquel del espejo hacía lo mismo con la izquierda, y la posó sobre el cristal. La imagen se desvaneció y quedó solo, en silencio, observando en el cristal la habitación vacía. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta sin contar los pasos, ni siquiera lo intentó. En el espejo se reflejó su figura de espaldas y, luego, la puerta cerrándose detrás de él.

miércoles, 3 de octubre de 2007

ESTA NENA PUEDE VIVIR SI AYUDAS





Por favor, si tienes unos segundos, entrá a la página que está linkeada abajo y ve cómo puedes regalarle un poquito de vida a Mía Valentina.


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martes, 17 de julio de 2007

II.

Respiró profundo, de nuevo el eco del aire entrando en su cuerpo le apretó la garganta, trató de apagar un gemido inesperado como queriendo evitar que algo salga de su estómago. Cerró los ojos e imaginó la noche, estrellas, luces de la ciudad, sonidos frenéticos e inhumanos; sonrió. Apretaba con fuerza los párpados esperando encontrar lo mismo alrededor, la luz era tan fuerte que penetraba la piel, los ojos se abrieron y encontraron lo que tanto temía, lo que había encontrado en el parpadeo anterior y en uno antes que aquel y dos horas atrás y tantos años antes.

La cúpula de vidrio era blanca, bien lustrada, dejaba pasar luz pero ni una sola silueta a través de su materia, sólo dejaba ver su reflejo, tan ridículo para ella. Observó cada rasgo cada minuto, excepto en las milagrosas horas de sueño en las que no había nada (las imágenes del subconsciente habían dejado de pintarse en la oscuridad mucho tiempo atrás), pero en las que olvidaba su propia absurda presencia.

Observaba sin voluntad su rostro, no entendía cómo era posible que sus rasgos de niña no hayan cambiado en tantos años, que su cuello continúe liso y sus pechos firmes, sus manos blancas y sin manchas más que aquellas que su madre le había regalado al nacer. Se vio perfecta como siempre, horriblemente perfecta, horriblemente igual. Sin embargo, un sentido amigo le dejaba saber que el tiempo aún existía; al tocar la piel de sus labios sentía las hendiduras profundas y las vellosidades inevitables de la vejez. Sus ojos se habían hecho tan pequeños, las pestañas desaparecían poco a poco, los dedos, rozando suavemente una yema y luego otra sobre la de al lado, reconocían los huesos débiles y la piel seca y delgada de quien ha vivido largo.

Aún no había logrado entender cómo su reflejo continuaba voluptuoso y adolescente mientras ella se tocaba anciana y pequeña.

De nuevo debió respirar, de nuevo el eco del aire entrando en su cuerpo le apretó la garganta. Cómo dolía cada inspiración, cada impulso más de vida. Pensaba constantemente en lo placentero de saber que es el que sigue el último suspiro. Pero no, a ella no se le permitiría morir, ni siquiera tenía alguna herramienta cómplice para dejar el cuerpo incapaz de dejar ese otro encierro, ese más grande encierro. Tenía sus manos, mas la fuerza había desaparecido, o quizás eso quería creer ella para evitar enfrentarse a sí misma.

Vivía así, día tras día sin hacer más que respirar y observarse en el vidrio bien lustrado, sin saber lo qué había afuera ni lo que llevaba dentro, soportando el doloroso estar ahí. El miedo la carcomía pero no lo suficiente como para matarla, el miedo a romper esa placenta dura pero posiblemente frágil. Nunca lo había intentado. La cúpula es de vidrio se repetía y sin embargo no era capaz de cortarse los puños traspasándola.

Siguió así, adolorida por continuar respirando, adolorida por tener pavor de ver más allá de su imagen perfecta en el reflejo porfiado.

Un amanecer o un atardecer, o quizás ninguno pues no sabía si los amaneceres y atardeceres seguían existiendo, se despertó por un suspiro. Por primera vez el aire no apretó su garganta al penetrarla. Se levantó del suelo brillante y blanco y observó su rostro joven. Avanzó decidida, en línea recta, hacia la pared que ahora se veía más frágil, no lo era, pero su mirada se había tornado más dura. Se encontró con su reflejo, le acarició el rostro liso y las palmas de las manos claras, acercó su cuerpo, luego se hizo un poco hacía atrás, con fuerza, con los ojos cerrados imaginando la noche, estrellas, luces de la ciudad y sonidos frenéticos e inhumanos, se lanzó contra el vidrio de frente. Un agudo sonido ensordecedor de cristal quebrándose invadió sus oídos, la cúpula, lentamente, se despedazó. Sus ojos continuaban cerrados; sintió la sangre corriendo por su frente y bajando hasta su boca, la saboreó y sonrió ampliamente.

Separó los párpados, miró por la ventana a través de la cortina entreabierta, el cielo estaba nublado, pero la oscuridad bailaba agitada. Se destapó lentamente, intentando no despertarlo, se sentó con dificultad, sus frágiles pies calzaron los zapatones verdes que usaba desde joven, salió de su cuarto, salió de su casa, salió de su patio, salió de su encierro y se enfrentó, ahora libre y vieja, a la tiniebla escandalosa de la ciudad que había imaginado en cada parpadeo.

miércoles, 13 de junio de 2007

El espeluznante regalo de Katsuhiro Otomo

Katsuhiro Otomo escibió y dibujó más de dos mil páginas de la manga más grotesca, sangrienta, interesante y perfectamente hecha, que yo haya visto (no es que tenga mucha experiencia en el tema, pero últimamente ando interesada en estas cosas).

Neo Tokio es la negra ciudad futurista, construida sobre la vieja Tokio (arrasada en la Tercera Guerra Mundial), en la que todo sucede, aunque sólo la mitad se entiende, siendo quien les escribe, una niñita occidental con neuronas cuyo máximo trabajo ha sido seguir la serie Friends durante diez temporadas.

La historia, demasiado complicada para explicarla, y más aún para resumirla, sucede en esta ciudad infestada de bandas terroristas y políticos corruptos que poseen tecnología que sorprendería hasta a Julio Verne. Todo comienza cuando un niño (Akira), que asusta más que cualquier monstruo imaginable, sin conciencia ni remordimientos, le provoca un accidente a Tetsuo, miembro de una banda de motoristas.


Akira es producto de un experimento secreto del gobierno para el desarrollo de habilidades psicoquinéticas, y ha generado un espeluznante poder psiónico capaz de provocar el más arrasador de los cataclismos.

La historia se desenvuelve a partir de este personaje, plasmando Otomo en sus diálogos, desde filosofía hasta los clichés máximos de la actual ciencia ficción.

Los detalles de la película son impresionantes y las imágenes, siempre chocantes, penetran en la retina hasta confundir. Es difícil decidir en qué lugar de la pantalla se debe uno concentrar.

Agradeceré eternamente a ese amigo, aquel fanático de su Japón inigualable, por haberme mostrado cinco minutos de lo que luego se convertiría en una increíble pesadilla recurrente de los últimos tres años.





Links:
http://personal3.iddeo.es/alexvidal/akira/akira2.htm
http://www.guiadelcomic.com/comics/akira.htm
http://personal3.iddeo.es/alexvidal/akira/akira1.htm

jueves, 7 de junio de 2007

POR POCO SE VENDEN FOTOS DEL INHODORO DE LOS FAMOSOS

Ya una no puede ser infiel ni desnudista en paz. Parece que la ociosidad y la falta de vida propia han creado una sociedad global de monstruos ávidos de sufrimiento y vergüenza ajena. Claro… siempre es más fácil reírse y satisfacer el morbo con los demás que con uno mismo.

Sea hombre o mujer, miss o carpintero, esposa de Menem o de fulanito de tal, nadie tiene derecho a meterse en su balcón con un teleobjetivo digno de una película de James Bond y fotografiar su intimidad.

Lo más gracioso es que todos critican y que “!hay, qué barbaridad! o que “los periodistas ya no saben qué hacer para vender”. Pero querido lector, es usted el que paga por ver las fotos de la pobre mujer (que apenas se ve de lo flaca, la verdad) que ni en su jardín puede disfrutar de un poquito de intimidad y de otro poquito de cosas que no se pueden mencionar en sitios a los que acceden menores de edad.

Este tema del “bolocazzo”, y lo pongo con minúscula porque tremenda bazofia no se merece letras capitales, no da para discusiones éticas ni morales… el hecho es simple: la gente, carente de emociones propias, compra las emociones que le roban los medios a algunos personajes afortunados que sí tienen algo de acción en sus vidas. La triste verdad es que vivimos en un planeta atestado de ridículos que se emocionan con dos pechos disfrutando de su libertad, por la falta de sostén y de ese marido horrible de la pobre Bolocco.

Y no, no voy a poner sus fotos en el blog porque me parece denigrante tener que mostrar a una mujer desnuda para que la gente lea algo que yo escribo. Y no porque la desnudez esté mal (soy una ferviente fanática de la piel al viento), sino porque usar cuerpos ajenos, sin permiso y darle 200 vueltas al asunto me daría vergüenza.

Más bien los dejo con algunas fotos bonitas de cosas interesantes que pasan en el mundo:



Una neva especie de rana hallada en Surinam

miércoles, 6 de junio de 2007

Caricaturas asustan a conservadores católicos

Es impresionante que aquellos que se dicen fieles absolutos a su fe y sus creencias, hasta el punto de ser fundamentalistas ante los ojos de aquellos algo más cuerdos, tengan tanto miedo de que una caricatura escondida en horario nocturno les desintegre la religión y la moralidad.

¿Acaso no es una muestra impactante de debilidad que la sección más conservadora de la Iglesia Católica chilena, con su abogado José María Eyzaguirre y demás colegas beatos, le haga la guerra a un inofensivo programita de televisión?

Para haber hecho una petición al Consejo Nacional de Televisión por la suspensión de la emisión de Papavilla, supongo que Eyzaguirre y sus compañeros vieron la serie ya que aseguraron que es nociva para los valores nacionales. Mi pregunta es ¿cómo el monito animado de un papa malcriado, un cura benévolo y tres asesores corruptos, puede asesinar los valores de este país? ¿Es la identidad religiosa chilena tan tristemente vulnerable? ¿La serie fue nociva para los valores de la sección conservadora del catolicismo chileno?

Lo más vergonzoso es que hace algunos días, cuando la serie ya no estaba siendo transmitida, José María Eyzaguirre insistió en su postura infantil y retrógrada (se parece al papa malcriado de la serie) exigiendo de nuevo al CNTv que tome postras legales contra los cable-operadores por haber transmitido el programa.

Links:

http://www.lanacion.cl/prontus_noticias/site/artic/20070602/pags/20070602191419.html
http://www.elmostrador.cl/modulos/noticias/constructor/noticia_new.asp?id_noticia=217180
http://es.wikipedia.org/wiki/Popetown
http://www.popetown.com/