Como todos los días, ya estaba entrada la noche cuando Maximilen salía del juzgado. Ese día hacía más frío que de costumbre, pero él no reaccionó. Siempre vestido de la misma manera, el clima le daba lo mismo, ni siquiera la peor de las nevadas le cambiaba la expresión impávida del rostro. Caminó hacia su auto y en veintitrés minutos llegó a casa. Justo a tiempo, siempre eran veintitrés minutos.
Al abrir la puerta, sin prender la luz, colgó su gabardina en la percha y caminó los diez pasos de costumbre hasta el sillón. Se sentó, prendió la lamparita de lectura que tenía a la derecha, cogió el libro que nunca abandonaba su lugar, se sirvió una copa de vino tinto, metió su nariz en la copa, cerró los ojos, aspiró profundamente y se acomodó para leer.
Ese libro viejo lo acompañaba todas las noches. Se trataba de Di Oficiis, de Cicerón, y era uno de sus tesoros más preciados. Ni siquiera él se acordaba desde cuándo lo tenía, sólo se le acercaban a la mente imágenes de un Maximilien muy joven, casi un niño, una librería de viejo, y una hermosa tapa roja con letras doradas. Desde aquella vez leía un fragmento todos los días, se quedaba concentrado en dos palabras, o, si estaba de humor, lo releía entero. Era una copia en griego que tenía una traducción en francés al anverso de cada página. Si bien él lo conocía de memoria, siempre acudía a ésta, quizás porque pensaba que el francés era indescriptiblemente hermoso y no se perdía la oportunidad de saborear el idioma.
Luego de terminar un par de capítulos y la copa de vino, se levantó. Apagó la luz, caminó los cinco pasos necesarios para llegar a la escalera, subió los ocho escalones, dio tres pasos a la derecha, abrió la puerta del baño y encendió la luz. Apagó la luz, salió del baño, cuatro pasos a la izquierda, entró en el cuarto, dos pasos hasta la cama, y de nuevo una lamparita de lectura.
Se metió en la cama y pensó en su día. Su fallo en el caso del joven que asesinó a su tío había sido perfecto. Era lógico que él fuera el culpable, las horas y los movimientos cuadraban exactamente, no había opción para el error. Maximilien estaba muy orgulloso de su labor, muy seguro de que siempre tuvo la razón en los juicios que debió preceder. Tenía la convicción de que, mientras los asuntos se manejaran de manera lógica y razonable, sus decisiones nunca fallarían. Se consideraba tremendamente justo pues estaba seguro de llevar la verdad implícita en él. Nunca se había equivocado, eso era obvio.
Todos los días la rutina era la misma. Se despertaba a las seis de la mañana, desayunaba café con dos tostadas, constataba cuán prolijo estaba en el espejo de la sala, salía hacia el juzgado a las siete y treinta y siete de la mañana para llegar a las ocho, ejecutaba la sentencia de la jornada y de vuelta a casa, en veintitrés minutos, a leer su libro rojo, felicitarse a sí mismo y dormir.
Nunca dejaba nada al azar en su vida. El azar no existía, la mente era capaz de entenderlo todo, y si bien esto era cualidad sólo de algunos hombres, todos se beneficiaban. Él les indicaba la verdad, el camino para sanear sus errores. Esa era, definitivamente, su labor.
El día siguiente transcurría como siempre, sin sorpresas ni casualidades. Maximilien estudiaba concentrado unos documentos en su gran oficina. La decoración del lugar era contradictoria con su carácter austero. Un escritorio enorme y antiguo se imponía en medio del espacio y el sillón donde se sentaba estaba forrado de terciopelo color sangre. Sobre la mesa descansaban las plumas con las que escribía, los bolígrafos eran demasiado ordinarios para tal personalidad. En frente, extendiéndose a través de toda la pared y sobre el dintel de la puerta, un gran estante. Varias enciclopedias y textos que parecían tener mil páginas lo llenaban. El buró era escalofriantemente intimidante.
De repente la puerta se abrió de un golpe y a trasluz se irguió la figura delgada de un hombre. Se quedó inmóvil por unos segundos, suficientes para que Maximilien saque una conclusión razonable para lo que estaba pasando. El hombre avanzó unos pasos en silencio, con la cabeza gacha. Se paró frente al escritorio y, con un golpe, apoyó ambas manos en éste. Maximlien, de pie, tratando de ser razonable, lo invitaba a salir. El sujeto parecía estar sordo. Se quedó quieto mirando hacia la madera vieja de la mesa y luego levantó la sien. Miró al juez con una expresión extraña, desconocida, sus ojos reflejaban una mezcla de súplica y rencor, lo desafiaban y le temían al mismo tiempo.
El momento pareció ser eterno. Maximilien daba vueltas a sus neuronas y se sujetaba de miles de posibles explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Por primera vez se sentía inseguro, por primera vez, el control no le pertenecía.
El hombre, cuyo aspecto se veía ya nítidamente, parecía un vagabundo. Tenía la barba crecida, los cabellos largos y un poco grises, y la ropa vieja y maltratada. Su boca se abrió pero no salió palabra. Golpeó de nuevo el escritorio. Se quedó en silencio por uno segundos más y luego levantó el dedo apuntando al juez inquisitivamente.
- Usted me metió allí, usted me dejó sin luz, sin familia, sin vida…
Se apoyó sobre la madera y en tono cansado y atragantándose con las lágrimas prosiguió.
- Inhumano, desgraciado. ¿No pudo escucharme verdad? No quiso. Usted era demasiado como para mis explicaciones vacías. Eso dijo sin ni siquiera mirarme… Usted, señor juez, le quitó treinta años de existencia a un hombre inocente.
Maximilien se quedó mudo, temblaba confundido frente al hombre que jadeaba de manera exasperante. Después de un rato logró juntar las letras en su boca y le dijo con voz pasiva.
- Debe usted estar equivocado señor. Lo que me dice es imposible. Yo jamás he cometido un error al sentenciar a alguien. Por favor, retírese y cierre la puerta al salir.
El hombre, incrédulo ante su reacción, se tomó una mecha de pelo con las manos y la jaló gritando.
- Está usted loco. Por favor, abandone mi oficina- se sobresaltó Maximilien
- Me veré obligado a llamar a seguridad.
El sujeto dejó de gritar y le preguntó irónico si en realidad creía que más años de cárcel lo asustaban- Pero si usted ya me quitó la vida, ya no tengo miedo a nada. Sólo quiero que sepa que es un asesino. No me disparó balas de pólvora, sino de indiferencia. Esas matan más, matan hasta el alma. Por usted estoy condenado a ser nadie en el mundo. Usted es más culpable que cualquiera de sus prisioneros.
El hombre dejó caer de nuevo la cabeza, se dio la vuelta y salió abriéndose paso entre la pared y la secretaria que, paralizada, observaba la escena.
Maximilien se quedó quieto, de pie, sin entender qué era lo que estaba sintiendo. Se trató de consolar a sí mismo explicándose lo ocurrido, pero todo le parecía absurdo. No creía en nada de lo que pensaba. Por primera vez, sentía.
Desesperado por no encontrar la paz en la lógica, salió aturdido a la calle. Se dirigió en paso apresurado hacia su casa olvidando el auto en el estacionamiento del tribunal. Llegó en dos horas que parecieron dos minutos, sin que esa sensación incapacitante desapareciera.
Entró dejando tras de sí la puerta abierta. Se sintió en un lugar desconocido, nunca había llegado a casa estando aún claro el día. Caminó hacia su sillón de siempre y atorado por algo, que pensó podría ser lo que la gente llamaba impotencia, se tiró de espaldas en él. Permaneció un momento así para luego doblarse de tal manera que su pecho se juntara contra sus muslos. Se dio cuenta de esto. Era raro estar conciente de su cuerpo. Apoyó su cara en las dos manos cubriéndose los ojos y pretendió olvidarlo todo. El intento fue tan agotador que se quedó dormido.
Despertó unas horas más tarde con el cuerpo entumecido. Ya era de noche y la habitación estaba sombría, excepto en el área del sillón. Una luz argentina traspasaba el vidrio de la ventana y se proyectaba sobre él.
Ya con los ojos abiertos, se quedó en la misma posición en la que había dormido. No tenía idea de qué hora ni qué día eran, sintió miedo. Poco a poco levantó la cabeza. La sensación que lo atormentaba seguía ahí, más latente aún. Al izar el rostro se encontró con su reflejo, difuso, en el espejo de la sala. Estaba a unos dos metros de él. Maximilien temió por un momento que alguien más estuviera allí y miró a su alrededor. Nada. El espejo lo atrajo como un magneto al metal. Su mirada se volvió a clavar en su reflejo. Observó esa imagen fría, patética y sintió que se atragantaba, que algo enorme se había atascado en su garganta. Un gemido fuerte le salió de la boca sin que él lo quisiera. Lo prosiguió un llanto desgarrador, con gritos y lágrimas insostenibles. En ningún momento despegó la vista del espejo. Vio como sus ojos se hinchaban, sus pómulos brillaban y sus gestos se desfiguraban. Adquiría, a medida que lloraba, los rasgos de otra persona, alguien muy parecido, pero ajeno a él.
Dejó de gemir y entre sollozos preguntó:
- ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?
Para su asombro, el reflejo le respondió.
- No pasa mucho, te diste cuenta de que el ser humano comete errores. Eso es todo.
- ¡No! Eso es imposible. Yo nunca… yo no me equivoco… no… yo.
- Fallas, estás lleno de fallas.
- No. Yo sé la verdad y la verdad es que la perfección sí existe y la he alcanzado.
- Mataste en vida a un hombre. No dejaste que hiciera lo que debió hacer en el mundo. Existir.
- Ese hombre era un asesino
- Deja de engañarte. Sabes bien que no lo era.
- Pero las horas, el lugar… tenía que ser… sí… es.
El reflejó lanzó una carcajada irónica. Parecía disfrutar de la incertidumbre que embargaba a Maximilien.
- Yo debía enseñarle que los errores se pagan. Era mi deber… el mató… la cárcel… es lógico.
- No. No es tu labor enseñar nada a nadie. No tienes ninguna labor. Eres tan poco como lo es él.
- Es imposible. Yo sé que él era culpable.
- Nada de lo que sabes es cierto.
- Mentira- gritó presionando por los lados su cráneo. Se tapó los oídos pero la voz no perdió su intensidad.
- Cometiste un error con ese hombre, como has cometido muchos.
- No
- Mírate. Tu más grande error. Estás solo.
- Yo escogí estar solo.
- Mentira. Tú sabes eso mejor que nadie. Es una mentira. No hay nadie contigo porque así es más fácil engañarte, dejarte drogar por tus ideas absurdas.
- Pero yo siempre supe la verdad, no me convencí de nada. Soy perfecto.
- Alguien podría haber hecho contigo lo mismo que tú hiciste con aquel hombre y quitarte la vida.
- Es ilógico. Imposible. Nadie podría hacerme eso. Todos me necesitan, yo los guío.
Sonriendo el reflejo – Nadie te necesita, ni siquiera yo. Mañana dejarás el mundo y todo habrá terminado. Nadie necesita a nadie excepto a sí mismo. La única persona sobre la que no puedes mandar eres tú.
El silencio que se produjo embriagó el lugar. Maximilien estaba mareado. Luego de estar callado unos minutos murmuró:
- De niño… Jugaba… quería ser pescador.
- De niño fuiste pescador. Fuiste muchas cosas. Fuiste.
- Ahora soy.
- No
- ¿No?
- No
- ¡Ahora recuerdo!!! El libro rojo, entré a aquella librería para mirar más de cerca a esa mujer.
- La de los pechos grandes.
- Sí, tenía los labios rojos. Yo no quería el libro. Fue el que más me llamó la atención y lo compré para poder hablarle, para que me tocara la mano.
- Te obligaste a olvidar eso.
- Yo no quise…
- Era más fácil creer que el mundo es tuyo, la humanidad un títere y tú el titiritero.
- ¿Cómo lo olvidé?
- Preferiste la seguridad de las horas, los minutos, los números, los hechos. Te perdiste en tu mundo de afirmaciones.
En ese momento Maximilien dejó de llorar, se secó el rostro con el puño de su camisa y se quedó atento observando su reflejo.
- Ese hombre era inocente. Yo lo maté. Cometí un error.
-…
- Alguien me puede matar a mí.
- Así es. No eres perfecto, eres uno más ante la vida y uno más ante la muerte, pero también eres único.
- ¿Único?
- En tu imperfección, único.
- ¿Y la verdad?
- No existe o existe siempre. Tú eliges… Puedes tenerla sabiendo que es propiedad de todos.
- Prefiero que no exista a que no sea sólo mía.
Se levantó, lentamente se dirigió hacia el espejo, se detuvo a casi un metro. La luz del amanecer empezaba a meterse por las ventanas y la puerta que había permanecido abierta.
El reflejo se hacía cada vez más nítido. Maximilien, sin embargo, aún no se atrevía a acercarse completamente a él. Dio un par más de pasos.
- ¿Quién eres?
- Soy yo, soy tú y no soy nadie.
- ¿Y yo?
El reflejo no contestó. Tomó todos los colores que la luz, ya clara y amarillenta del mediodía le permitía. Maximilien se sintió menos inseguro.
- ¿Importo?- preguntó dubitativo.
- Sólo para ti- Afirmo la voz del espejo- Un día dejarás de importar.
- ¿Me recordarán?
- No
- ¿Ni siquiera por haber juzgado mal a un hombre?
- Ni siquiera.
- Entonces puedo errar.
- Puedes.
- Tengo miedo.
- Debes tenerlo.
- Algún día seré nadie como ese hombre es nadie hoy.
- Serás nadie.
La expresión del rostro de Maximilien se relajó. Lágrimas, muchas, volvieron a brotar, pero ya no saltaban estruendosas, más bien, lavaban.
Empujó con fuerza su pierna, se obligó a acercarse más. Se paró en frente, contempló al reflejo que le sonreía apaciblemente, levantó la mano derecha mientras aquel del espejo hacía lo mismo con la izquierda, y la posó sobre el cristal. La imagen se desvaneció y quedó solo, en silencio, observando en el cristal la habitación vacía. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta sin contar los pasos, ni siquiera lo intentó. En el espejo se reflejó su figura de espaldas y, luego, la puerta cerrándose detrás de él.